Desde que recuerdo,
he acompañado a mamá al mercado a hacer las compras semanales para la casa. Cuando
era niño, siempre buscaba las uvas y apuntando hacia ellas decía: ete quelo.
Las otras frutas no me interesaban. Era una cuestión de tamaño. Me explico: para
comer una manzana hay que abrir grande la boca y morder con fuerza para
arrancarle un pedazo; eso suena como un bloque de hielo
desprendiéndose de una montaña. Luego,
un ejercicio de trituración que te lleva a hacer unas muecas espantosas. Para
comerte una uva, sólo abres un poquito la boca, masticas discretamente y ¡listo!
Con el tiempo, fui desarrollando una
pasión por esta fruta y por su derivado, el vino, que hoy utilizo como arma
mortífera cuando de seducir se trata. Arma que se vuelve contra mí cuando
encuentro una mujer que sabe de vinos. Más que pasar a emborracharla lenta y
dulcemente, la enamoro mientras intercambiamos información sobre las cepas, los
barriles, los aromas, los lugares de fabricación, etc. La verdadera
fermentación alcohólica no ocurre en mi cerebro, sino en mi corazón.
Es muy común que en el primer
encuentro entre un hombre y una mujer que se gustan haya una botella de vino de
por medio. Éste no fue la excepción. Siempre que ensayábamos con la banda nos
veíamos y nos comíamos de deseo. Mi tipo: blanca, ojazos negros, cabello negro
enrulado, labios naturalmente rojos, un pelín más alta que yo, gruesita ‒me gusta la carne, no chupar hueso‒. Mientras ella cantaba, yo, desde la batería, me
imaginaba cabalgando esa potranca salvaje ‒porque sabía que lo era‒ mientras agitaba en círculos una camisa a
cuadros.
Sonrisitas durante las canciones,
miradas bien encendidas entre ellas; le enviaba un pico cuando nadie me veía; ella
me respondía con una bailadita recoqueta en la siguiente canción.
Una noche, después del ensayo, la
invité a tomar un vino. Ven a mi casa el viernes a las nueve, me citó. Fui.
Salud, por nosotros, por nuestra banda, por tocar en vivo cuanto antes, por grabar
un disco cuanto antes, por ser ricos y famosos, por besarte cuanto antes…
Sucedió. Me llevó de la mano a su cama. Sobre la mesita de noche, un plato de
uvas verdes, grandes, húmedas aún.
‒¿Y eso?, ‒pregunté.
‒Me ganaste. Quería comerlas antes de que llegaras. ¿Te
provoca?
‒Si me las pelas, ‒respondí.
Se echó a reír… Luego se echó sobre
la cama y se puso un par sobre la barriga.
‒Escoge…
‒Ete quelo.
Y toqué su ombligo con la punta de
la lengua.
©LevAlbertoVidal/24ene2016