En el lugar,
te cuentan que las tortugas marinas habitan esa zona hace mucho tiempo y que
luego de la construcción del embarcadero y del desarrollo de los menesteres
pesqueros, su curiosidad las empujó a acercarse a la playa, al punto de ser hoy
su principal atractivo y eje del comercio turístico de la zona.
¡Vieran cómo los niños de toda edad se bañan junto a ellas!
Yo, que no
tan en el fondo también soy un niño, me uní al grupo de bañistas. Confieso que
fue muy incómodo. Tenía la sensación, cuando pasaban cerca de mí, de que me
morderían los pies; por eso me bañaba en cuclillas. Y las pequeñas ondas que
generaban a su paso ‒¿o debería decir nado?‒ me producían unos escalofríos tremendos. Mi consuelo era
pensar que habiendo tantos pies alborotados, no mordería justamente los míos.
Diez minutos
estoicos fueron mi prueba de valor. Salí del mar, caminé por el muelle en
dirección a la orilla y me bañé ‒ahora sí‒ lejos de ellas, relajado. Me revolqué en la arena desde los
pelos hasta las patas y me zambullí repetidas veces en ese mar de Dios, que de
seguro, es una idea muy próxima de lo que me espera en el paraíso.
Quise ponerle nombre cuando le dije “éste es tu sitio”, al lado de la laptop. Diez meses después sigo pensando. Si fuera mi hija, porque asumo que mi tortuguita es hembra, ya habría decidido su nombre con anticipación y a la mierda los demás que vinieran a decirme ponle así, ponle asá… Pero es, sencillamente, otro de tantos recuerdos que tengo sobre mi escritorio, ya con cara de mostrador de mercachifle. Sin embargo, me mira, con resignación creo. Vive a la espera, moviendo la cabeza al compás de la bocanada que entra por la ventana. Es mi compañera de tipeo. Vemos telenovelas colombianas en YouTube. Se come las migajas que caen al escritorio cuando como pan. Y duerme tarde, como yo.
Cómo, pues, le vas a poner un nombre pescao del aire, mijo…