lunes, 14 de enero de 2019

EL ESPEJO


          
No había necesidad -porque lo usaba muy corto-, pero ese día se peinó frente al gran espejo del baño. Raya al costado, gel, bien formalito. Años, muchos años sin hacerlo; unos veintitantos. Se sorprendió al realizar mentalmente las cuentas.  

Se miró de pies a cabeza. La camisa blanca, pantalón plomo y zapatos negros que vestía lo transportaron como por un túnel en el tiempo. Comenzaron a pasar imágenes suyas en el espejo, como si estuviese frente al televisor viendo una película. Se vio con uniforme escolar único, aquel que impusiera el gobierno militar en los años setentas para homogeneizar el look de los estudiantes y evitar cualquier tipo de discriminación.  

Se vio niño, bajito, menudo. Su madre detrás de él, hacia su derecha, abrazándole el hombro izquierdo. Ella, joven, bonita, en bata de dormir y algo despeinada se desvivía por él en esos años. Lo aconsejaba: manos, orejas y uñas bien limpias siempre, dientes impecables, no digas lisuras o te lavo la boca con lejía bien peinadito así, siempre, ¿entendiste? 

Se vio adolescente, melenudo, un poco musculoso gracias a los ejercicios con pesas que él y su vecino hacían para parecerles atractivos a las chicas del barrio. Ma le advertía: avisa si no vienes a dormir y juicio, hijo, mucho juicio, no me vengas con tu domingo siete, que era como se le decía entonces a los embarazos no deseados. 

Se vio joven, entrando a la adultez, vestido de impecable terno negro y camisa blanca, muy bien afeitado, una canosidad incipiente en el cabello aún un poco largo. Era el día de su matrimonio. Y sus padres detrás de él, frente al espejo del baño, forzando ambos la sonrisa para disimular su desacuerdo con la decisión de su hijo, aunque deseándole felicidades y que Dios lo acompañara en su nueva vida.

Se vio maduro, algo subido de peso, los cabellos ya cortos y canosos sobre las sienes; sin camisa, los pectorales mofletudos. Su ex esposa atrás de él, abrazándolo por la cintura, la cabeza ladeada hacia la derecha mirando al espejo por sobre el hombro de su esposo. Lo mimaba: estás gordito pero sigues rico, mientras le pellizcaba suavemente el rollito que descansaba sobre el elástico del calzoncillo y le besaba la espalda y apretaba contra ella su mejilla.  

Volvió en sí al escuchar que el conductor del telenoticiero anunciaba las siete y treinta de la mañana, hora de partir al trabajo. Terminó de alistarse rápidamente y salió. En cuanto caminaba hacia el paradero de ómnibus, rumiaba las imágenes del espejo. Se perdió en los recuerdos. Se perdió en la realidad. El fiscal ordenó el levantamiento de su cadáver dos horas después de perderse bajo las llantas de un ómnibus de transporte público a dos cuadras del mini departamento que recientemente había alquilado.  

El tránsito se caotizó. Las bocinas alertaron al vecindario que, curiosos, miraban desde las ventanas. Vecinos y conocidos del barrio se acercaron al cuerpo yacente en la pista, así como el canillita, el chino de la bodega, el eterno vendedor de emoliente apostado en el paradero, el trasnochador vigilante del casino y el propietario del chifa donde cenaba algunas noches. Unos se tomaban el rostro con ambas manos o se mordían el dedo índice; otros, se preguntaban ¿cómo pudo ocurrir esto? ¿es el señor nuevo del edificio, no?  Se corrió la voz como un chisme de peluquería. Embolsado y subido a la tolva de una camioneta por policías y efectivos del Serenazgo, fue conducido a la Morgue de Lima. El mismo hombre de prensa del telenoticiero matutino, ese medio día, destacó, a pesar de la rudeza del accidente, la sonrisa indeleble del finado.  

©LevAlbertoVidal/junio2016

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